domingo, 25 de septiembre de 2016

Anita de tus deseos (capitulo 15)



El día siguiente fue extraño: muy extraño. Recordaba los últimos tres días como en un sueño intenso, pero el dolor de la piel, y sobre todo de mi zona vaginal, me confirmaba que todo había sido muy real.
Me costó una barbaridad salir de la cama yo sola sin la ayuda de papá. Un par de horas antes desperté con su polla en la boca, mientras con el móvil daba instrucciones a su secretaria: su rutina habitual. Siguió en mi boca hasta que se corrió, posiblemente porque era consciente de que no tenía el chocho para fiestas. Cuándo se corrió, cómo siempre me lo tragué, y a los pocos segundos sentí, no sin dolor, cómo me aplicaba algún tipo de crema en la vagina. Siguió aplicando dónde tenía las marcas más pronunciadas, y finalmente, me tragué un par de comprimidos, me dio un sonoro azote en el trasero, me arropó, apagó la luz y se fue a trabajar.
A media mañana, estaba cómo una campeona intentando bajar las escaleras, agarrada con las dos manos al pasamanos. A medio camino, recordé que me había dejado el móvil arriba y resoplando di media vuelta y empecé a subir. Al cabo del rato, sudando cómo una cerda llegué al salón. Tuve que sentarme en una silla para descansar, y desde allí, repase el salón. ¡Joder! Tenía que barrer, pasar el trapo del polvo y algunas cosas más, pero no me sentía con fuerzas. Tampoco quería que papá me regañase por no hacerlo, y con dificultad me volví a levantar encaminándome a la cocina. Sonó el móvil y rápidamente, apoyándome en todos los muebles que encontraba a mi paso, regresé al salón dónde lo había dejado. Era papá.
—¿Si papá?
—«No hagas nada y descansa…».
—Pero hay cosas que hacer.
—«Ya me has oído».
—Vale papá, cómo digas.
—«Muy bien. Presta atención: va a ir a verte un amigo mío que es médico. Creo que ya te he hablado de él. Te va a hacer una revisión: sobre todo la vagina que es lo que peor tienes».
—Papá, yo creo que no hace falta, —dije no muy convencida. Toda la zona genital me dolía una barbaridad, pero me aterrorizaba la idea de un desconocido, por muy amigo de papá que fuera, estuviera hurgándome ahí sin estar el delante—. Seguro que en un par de días…
—«Anita, no me discutas. Va a ir, te va a mirar y se ha acabado. ¿Entendido?».
—Si papá: cómo tú digas.
—«Muy bien. Le tienes que pagar: ya me entiendes».
—¿Y cuánto…? —paré la pregunta porque me di cuenta de a que se refería papá—. Si papá, cómo digas.
—«Muy bien: buena chica. Obedécele en todo. Espero que no me vuelvas a defraudar».
—Nunca más te voy a volver a defraudar, papá.
—«Perfecto. Llegará cómo en una hora: procura estar preparada» —y no pude decirle que si porque cortó la comunicación.
Pensé en subir al baño a ducharme, pero desistí de la idea: no me veía con fuerzas para subir la escalera y volver a bajar a abrir la puerta. Me notaba un poco tensa, iba a ser la primera vez, que iba a estar con otro hombre que no era papá, sin estar el presente. Instintivamente, me llevé la mano al chocho: deseaba tocármelo pero desistí porque el solo roce me causaba dolor, y era un dolor que no me gustaba: no me lo proporcionaba papá.
Pasado el tiempo que más o menos había dicho, sonó el timbre del telefonillo de la puerta de la valla. Me puse la bata que siempre tenía colgada del perchero junto a la puerta y contesté.
—¿Si?
—¿Anita?
—Sí, sí.
—Me manda tu padre: abre.
La orden, junto a la palabra “padre” hizo que automáticamente pulsara el botón de apertura de la puerta. Abrí antes de que llamara y sin decir nada entró hasta el salón sin siquiera saludar. Cerré la puerta y le seguí deteniéndome a un par de metros de él. Me miró de arriba abajo detenidamente. Era muy mayor y posiblemente estuviera jubilado, o al menos esa era la impresión que daba. Tenía una barba blanca muy crecida que en parte ocultaba las arrugar que surcaban su rostro. En la mano llevaba un maletín médico de los muy antiguos, de los que salen en las películas del oeste, junto a un maletín metálico pequeño.
—¿Por qué sigues con la bata puesta?
Rápidamente me la quité dejándola sobre la silla. Se acercó y cogiéndome del brazo me hizo girar para observarme el culo totalmente amoratado. Sus ademanes bruscos me atraían mucho y empezaba a sentir cierta excitación. De todas maneras, nada parecido a lo que sentía con papá: a estás alturas, con él, ya estaría muy mojada.
—Ya veo que a tu padre se le ha ido la mano. Es raro porque es un hombre muy comedido. ¿Qué le has hecho para que te castigue así? Da igual, no necesito saberlo: seguro que lo merecías, —mientras el hablaba, yo permanecía en silencio con la mirada baja. Con la mano me subió la barbilla y me miró la cara detenidamente—. Eres tan preciosa cómo tu madre, y espero que igual de servicial. Al menos eso me ha asegurado tu padre.
Empezó a sobarme la nuca y espalda con una mano, mientras con la otra me sujetaba del pelo y sumergía sus labios en mi cuello. Mientras lo hacia, intentaba restregar su paquete en mi cadera. Estuvo un rato así hasta que por fin, tiró de mí hacia abajo para que me arrodillara. Lo hice con cierta dificultad y entonces se desabrochó los pantalones y se los bajo junto a los calzoncillos. Lo que me encontré me dejó tan estupefacta que me costó trabajo disimular la sorpresa: una gran masa de pelos en cuyo interior se vislumbraba algo.
—¡Vamos! ¿A qué esperas? —dijo bruscamente denotando cierta impaciencia.
Aparté los pelos y apareció la polla más ridícula que hubiera podido imaginar, y eso que ya estaba morcillona. Exagerando un poco, tendría unos diez centímetros, que ya le hubieran gustado a él. Acerqué mis labios y la atrapé con la boca. Empecé a chupar y me empezaron a entrar ganas de estornudar: esa enorme cantidad de pelos me hacían cosquillas en la nariz. Ese tío me empezaba a repugnar, pero hice de tripas corazón: papá quería que estuviera con él y que se fuera contento.
Seguí chupando y aquello creció un pelín más, pero poco más. Me estaba desagradando tanto, tanto pelo, que decidí emplearme a fondo con la lengua. El desenlace fue rápido: un par de minutos después protagonizó una corrida patética. No me gusto el sabor, ni mucho menos me lo tragué. Antes de que pudiera decírmelo, ya lo había escupido con cierta elegancia.
Estuvo unos minutos restregándome el pingajillo en lo que rápidamente se había convertido su polla.
—Vamos a ver cómo está eso, —dijo mientras se subía los pantalones. Me costó trabajo ponerme de pie: no me ayudo y lo tuve que hacer yo sola mientras me miraba indiferente.
Apartó lo que había sobre la mesa del comedor y me dijo que me tumbara sobre ella. Me subió las piernas y las separó, y tirando de mí, puso mi trasero en el borde de la mesa. Después se sentó en una silla y abrió el maletín.
—Es una lastima que tu padre te haya estropeado el chocho de esta manera: es precioso. Pero no te preocupes, volverá a estar cómo antes y tu padre se alegrara.
Metió un dedo en el interior de mi vagina y estuvo explorando. Lo hizo sin ponerse un guante el muy cerdo, pero no hice nada que pudiera denotar desagrado. Sacó algo de maletín que identifiqué rápidamente: era un speculum. Con los dedos de la mano separó los labios vaginales mientras con la otra mano insertaba el instrumento. Estaba muy frío. No me dolió la penetración, pero si cuándo empezó a abrirlo. Era un dolor localizado en el exterior y eso me tranquilizó un poco: al menos, parecía que interiormente no tenía nada. Notaba el chocho tremendamente abierto y me dolía hasta el punto de empezar a quejarme mientras las lágrimas corrían por mis mejillas.
Indiferente a mis quejas siguió abriéndolo. Después, cogió una linternita y estuvo alumbrado el interior bastante tiempo mientras emitía sonidos guturales, pero que no sabía identificar en que sentido lo hacia.
—Muy bien: no tienes nada interno, —dijo finalmente—. Tu padre te puede seguir follando sin problemas.
Noté cómo la presión disminuía hasta que finalmente lo saco. Acto seguido, introdujo uno o dos dedos en el ano, lo que me hizo dar un pequeño respingo: no me lo esperaba.
—Vamos, que no es lo primero que te meten por el culo, seguro que tu padre se pone las botas contigo, —y sacando los dedos me introdujo el speculum. Me hizo un daño horrible. No me lubricó previamente y lo hizo de una manera muy brusca. Sentí cómo el ano se ensanchaba hasta más allá del diámetro de la polla de papá—. ¿Sabes? Esto no vale para nada, pero me gusta hacerlo. No te preocupes que no se te va a romper.
Entonces prestó atención al clítoris dejando el instrumento introducido. Lo cogió con dos dedos y los dejó al descubierto. Eso si que me dolió.
—Sí, lo tienes muy inflamado, pero ahí no vamos a hacer nada. En la zona vaginal si, esta muy congestionada, y aunque normalmente dejaríamos que el tiempo actúe, a ti te lo voy a punzar porque me da la gana, y te va a doler.
Sus palabras me aterrorizaron y le mire con ojos de pánico. Yo creo que era lo que buscaba: aterrorizarme. Sin ninguna duda lo consiguió. Sacó una madeja de cuerda del maletín y me ató las manos hacia atrás, por encima de la cabeza, a una de las patas de la mesa. Después, le llegó el turna a las piernas, así cómo estaban: flexionadas y muy abiertas.
No sé cómo lo hizo, porque cerré los ojos para no verlo. Empecé a sentir los pinchazos y el dolor era indescriptible. Comencé a chillar mientras intentaba resistirme, pero las cuerdas lo impedían y me hacían mucho daño en las muñecas.
No sabría calcular cuánto tiempo estuvo pinchándome, pero se me hizo muy largo y doloroso. Sudaba a mares y mis quejas eran continuas. Incluso llegue a olvidar que tenía un speculum abriéndome dolorosamente el culo.
Oí el sonido característico de un mensaje de whassap y cómo dejaba de pincharme. Descansé de la “cura” a la que me estaba sometiendo mientras tecleaba en el móvil. Mi respiración y mis latidos se fueron normalizando.
—Tu padre es un blando, —dijo dejando de mala gana el móvil sobre la mesa. Se puso a manipular el speculum y noté con alivio cómo mi ano perdía tensión y lo sacaba—. Contigo le pasa cómo con tu madre: si me hubiera dejado la habría hecho diabluras, pero en fin, que le vamos a hacer. No me gusta estropear mercancía ajena.
Cogió unas gasas y después de echar algún tipo de desinfectante, me estuvo limpiando. Después, sacó un tuvo de pomada del maletín y empezó a untarme toda la zona genital mientras me lo masajeaba vigorosamente. De nuevo me hizo daño pero intente aguantar. A continuación, me masajeo el clítoris e inmediatamente noté una punzada de placer a pesar de que me dolía. Instintivamente arqueé la espalda.
—¡Mira la zorrita! Parece que te gusta, —dijo al percatarse. Insistió sobre mi clítoris hasta que empecé a sentir que me iba a llegar un orgasmo. El también lo notó y agarrando uno de mis doloridos pezones me lo retorció con saña. Fue cómo si hubiera pulsado un interruptor: inmediatamente me corrí.
Ya sé que un orgasmo es un orgasmo, pero no fue tan intenso, tan brutal cómo los que me proporciona papá: ni mucho menos. Al principio estaba un poco confundida: no creía posible tener un orgasmo sin la intervención de papá, pero luego recordé que me había ordenado servir a este tipejo en lo que quisiera, y por lo tanto, estaba condicionada por esa orden. Pero la verdad es que estaba un poco jodida: no me gustó tener un orgasmo con alguien tan repugnante cómo este doctor. Y es que se me había atravesado, y no era tanto lo que me había hecho, que casi en el fondo me daba igual, cómo su aspecto, su forma de comportarse o de hablar.
Cambio de pomada y vi que era Thrombocid. Sin desatarme, siguió masajeándome por todas las zonas que tenía con moratones fuera de la zona genital. Después me desató y cuándo estuve de pie, me aplicó la pomada en la espalda y el trasero. Me di cuenta de que la zona vaginal me dolía mucho menos y que casi podía moverme sin dificultad.
Le vi hurgar en el maletín y cómo sacaba un par de jeringuillas desechables. Debió de ver la cara que puse porque se echó a reír.
—Tranquila mujer, que tu papá no quiere que te haga nada más. Te voy a inyectar un antiinflamatorio, pero antes te voy a sacar sangre para unos análisis, —y enseñándome un bote de plástico, añadió—: y vas a mear aquí para otro de orina.
Me lo entregó y me indico que lo llenara allí mismo. Me puse en cuclillas y mientras con una mano me sujetaba a la mesa, con la otra puse el bote bajo mi chocho y oriné, no sin cierto apuro. Se lo entregué lleno, lo cerró y empezó a ponerle unos tubos estrechos que se llenaban solos. Cuándo tuvo tres, los introdujo en el maletín metálico. A continuación, con una de las jeringuillas me extrajo sangre y llenó otros tres o cuatro tubitos que también metió en el maletín y lo cerró. Preparo la inyección y después de pasarme un algodón me pincho en el glúteo. Me dolió un montón.
—Esto te va a ir bien, pero te va a dejar la pierna tiesa durante un rato, —y dejando unas ampollas sobre la mesa, añadió—: dile a tu padre que te ponga una al día. El sabe hacerlo.
Mi padre es un maquina: también pone inyecciones. ¡Joder! La verdad es que prefería que me la pusiera cualquiera antes que el asqueroso este. No me extraña que mama estuviera dormida cuándo este tío se metía en su cama y la sobeteaba. ¡Por Dios, que asco!


Se fue después de estar un rato chupeteándome con su repugnante lengua en la puerta de casa. Me lleno de babas toda la cara. Cuándo le vi salir por la puerta de la valla, a pata coja entre en la cocina y me estuve lavando concienzudamente la cara con el jabón de fregar que era lo que tenía más a mano: casi utilizo también el estropajo.
Tengo que reconocer que me dolía bastante menos la zona genital, pero a cambio, la pierna la tenía tiesa. En fin, me agarré a la escoba y estuve barriendo un rato largo: el movimiento me venia bien, y la verdad es que cada vez me dolía menos.
A la hora a la que tenía que llegar papá, subí al baño y me duché: quería estar preparada para él. Cuándo llegó, lo primero que hizo fue descargarse. Se la estuve chupando durante mucho tiempo. Noté cómo se retenía y me la sacaba de la boca cuándo veía que se iba a correr, y luego volvía a empezar. Finalmente, se corrió. Yo no lo hice, pero era tremendamente feliz siendo “usada” por papá: había comprendido que esa era la meta de mi vida.
Durante los siguientes días fue muy delicado conmigo. Aunque durante esos días me hizo gozar cómo una perra, lo cierto es que no me dio caña de verdad, cómo el sabe hacerlo: esperó a que estuviera totalmente recuperada.

sábado, 10 de septiembre de 2016

Anita de tus deseos (capitulo 14)


 
Empiezo casi todos los capítulos abriendo los ojos por la mañana. Tengo que ir pensando en variar los comienzos, pero la verdad es que por las mañanas abro los ojos. Hoy también es así.
No estaba a mi lado cuándo me desperté. Fui a moverme y comprobé que me dolía todo. La piel la tenía cómo acartonada y los hombros casi no los podía mover. Pero lo peor era la zona genital. Encendí la luz y vi que estaba tumefacta e inflamada. Con mucho esfuerzo me pude poner en pie y casi no podía andar. Papá entró en la habitación y me vio apoyada en la mesilla de noche intentando mantenerme erguida.
—¿Te encuentras mal?
—Me duele mucho, —dije quejándome mientras me llevaba la mano a la vagina.
Me ayudó a tumbarme otra vez y se acercó a la ventana subiendo la persiana. El sol entró a raudales, lo que significaba que era medio día por lo menos. Me separó las piernas y me estuvo inspeccionando la zona genital. Me tocaba con el dedo y se quedaba marcado de blanco en la piel.
— Si, está muy inflamado, —dijo al fin. Me ayudo a levantarme y me llevo al baño para que orinara. Limpiarme con el papel fue una dolorosa experiencia. Después bajamos a la cocina, me senté cómo pude en la silla y me dio un par comprimidos y un vaso de agua.
—Tomate esto que te hará bien. Ya es muy tarde para desayunar, esperamos un poco y
comemos. ¿Vale? —afirmé con la cabeza—. ¿quieres un café u otra cosa?
—un poco de vino, —dije después de dudar un poco. Papá me miró con cara de desaprobación, pero finalmente me sirvió una copa.
—No me parece bien que bebas vino en ayunas: eso no lo hago ni yo. Pero bueno, lo tomaré cómo una excepción.
—Nunca tomo alcohol en ayunas papá, lo sabes muy bien, pero… no sé, me apetece.
—Vale, no te preocupes, no pasa nada, — y se sentó a mi lado con otra copa de vino.
Estuvimos charlando de cosas intrascendentes, y me fui animando al tiempo de las molestias remitían un poco, por la acción del vino y de los comprimidos. Al cabo del rato, se puso a hacer la comida: unas rodajas de salmón que sacó de la nevera.


—¿Vamos a bajar al sótano? —pregunté y afirmó con la cabeza. Extrañamente, a pesar de los dolores y de las marcas que habían quedado sobre mi cuerpo después de la intensa sesión de ayer, quería bajar otra vez, deseaba con todas mis fuerzas bajar y que me hiciera lo que quisiera. Pero además quería que él me lo ordenara, que me mandara, que me hiciera sufrir, que me utilizara para su placer: que me usara.
—Y tu ¿Quieres bajar? —afirmé también con la cabeza.
—Quiero hacer todo lo que tu quieras que haga.
—Buena chica, —dijo papá acariciándome la mejilla, y levantándose, añadió—: arrodíllate.
Hacerlo me costó un triunfo, pero cuándo lo conseguí, cómo recompensa, me encontré con la polla de papá en la cara. Empezó a restregarla, a amagar con que me la metía en la boca, pero no me dejaba. Intenté cogerla con la mano, pero no me dejó.
—Las manos a la espalda, —rápidamente le obedecí y siguió restregándome la polla por la cara. Después, empezó a darme golpes con ella. Me agarro por el pelo, me inclino hacia delante hasta que mi cara tocó el suelo al tiempo que él se arrodillaba, y
sin miramientos metió un dedo en mi ano. Empezó a follármelo con el dedo y luego dos. En ese movimiento con los otros dedos me rozaba la vagina produciéndome mucho dolor, pero el placer se fue abriendo paso hasta que termine jadeando y gimiendo. Siguió hasta que notó que estaba al borde del orgasmo y entonces paró dándome una docena de azotes en las nalgas con la mano.
Se levantó y tirándome del pelo me hizo levantar a mí también.
—Vamos para abajo, —dijo dándome un fuerte azote en el trasero. Le seguí y comprobé que me podía mover mejor: seguramente por los comprimidos y la excitación. Bajar las escaleras, sí me costó mucho trabajo. Papá no me metió prisa, y estuvo pendiente por si me caía. Cuándo llegué abajo iba sudando por el esfuerzo. Volvió a cogerme del pelo y me llevó hasta el potro, poniéndome delante. Me separó las piernas hasta que los tobillos coincidieron con las patas y los sujeto con tobilleras. Después, me inclinó hacia delante y me sujeto con muñequeras las manos por el otro lado. De un cajón sacó una mordaza con un aro muy grande y me lo puso en la boca. Me mantenía las mandíbulas muy abiertas y me molestaba mucho. Por debajo del potro, vi cómo papá colocaba una banqueta justo detrás de mi y se sentaba con el mueble a mano. Cerré los ojos y me preparé porque comprendí que iba a empezar a manipularme los genitales.
Me estuvo lubricando y me separó los labios vaginales. Noté cómo me introducía algo en el interior: grande, posiblemente redondo y tuvo que apretar para que entrara. Me dolió al hacerlo, pero casi no me quejé. Por debajo, entre las piernas vi cómo colgaba un trozo de cable. Entonces, si previo aviso, recibí un golpe a la altura de los riñones con el látigo de colas. Intenté levantar la espalda, pero las ataduras de las muñecas me lo impedían. No fue uno aislado, los latigazos fueron cayendo rítmicamente y aunque al principio no grité mucho, cuándo llevaba un rato recibiendo unos golpes que me quemaban la piel, chillaba a pleno pulmón a través del aro que me mantenía abierta la mandíbula. Sin dejar de darme golpes, papá se situó junto a mi cabeza y sujetándola por el pelo me metió la polla en la boca de dónde salían interminables hilos de babas. Entonces entendí por qué es tan grande el aro: está a la medida de papá.
Me folló la boca mientras seguía azotándome la espalda y ahora ya no podía gritar: su
polla me lo impedía. Solo se oía el sonido cadencioso de los golpes de látigo y mis gruñidos. Noté el sabor de su semen, pero con la boca tan abierta fue imposible que me lo tragara, y cuándo se retiró, babas, semen, junto a mis lágrimas llegaron al suelo.
Dejó de golpearme, y después de rebuscar en el mueble, se metió debajo de mi y vi, y sentí, cómo me ponía unas bolas de plomo sujetas a una pinzas metálicas dentadas en los doloridos pezones. El peso tiraba terriblemente de ellos hacia debajo. No se que me dolía más, si los dientes de las pinzas o el peso de los plomos. Después, vi cómo cogía una fusta, se situaba detrás, e intenté prepararme para el golpe que sin lugar a dudas iba a recibir. Me afectó a las dos nalgas a la vez y el dolor fue tremendo, pero distinto a que me causaba el látigo de colas. Siguió golpeándome mientras lloraba, chillaba, e intentaba incorporarme, algo que era imposible. Ese forcejeo, hacía que las bolas de plomo de los pezones se bambolearan con violencia de un lado a otro. Entonces, mientras seguía recibiendo fustazos, sentí algo en el interior de la vagina. Una vibración que fue aumentando lentamente, hasta llevarme inexorablemente, a un orgasmo. Papá no paró. Indiferente a mis gemidos y chillidos, siguió con la fusta y con la vibración, pero empezó a golpear más abajo, casi donde se unen a la parte alta del muslo. Los golpes abarcaban las dos nalgas y la vagina, y el dolor era tremendo. Aun así, llegue a otro orgasmo, momento que aprovecho papá para cogerme con los dedos el clítoris y empezar a retorcerlo, mientras mis jugos le mojaban la mano.
Quedé casi inerte sobre el potro, y papá desconectó lo que tuviera metido en la vagina y me dejó descansar un poco. Mi respiración se fue tranquilizando, pero estaba empapada de sudor y me causaba escozor en las marcas de los fustazos.
Cuándo descansé unos minutos, metió la polla a través del aro y me echó otra vez alcohol en la espalda. ¡Joder! Cómo rabié mientras notaba cómo la polla llegaba al fondo de la garganta empujándome la campanilla y provocándome arcadas y asfixia, y los pezones volvían a dolerme por el peso de los balanceantes bolas de plomo.
No se corrió y cuándo se cansó, soltó mis muñecas y me incorporó. Al hacerlo, el dolor de las marcas de los fustazos aumentó y el de los pezones ni os cuento.
Soltó las tobilleras y me llevó a la cruz de San Andrés con las pesas colgando de los pezones. Me sujetó manos y tobillos a los brazos de la cruz y procedió a quitarme en aro de la boca.
—Gracias papá, gracias, —articulé con dificultad por el dolor de la mandíbula. Me acarició la mejilla con la mano mientras yo totalmente entregada intentaba besársela. Puso la mano en mi vagina y solté un gemido de dolor al tiempo que juntaba sus labios y los míos y su lengua penetraba en mí. Al rato, se separó, cogió un cinturón de cuero y me lo paso por la cintura y la parte estrecha de la cruz, inmovilizándole el tronco.
Con terror vi cómo de uno de los cajones sacaba una bolsa de terciopelo y de su interior extraía un látigo largo de cuero negro. Hizo restallar varias veces el látigo, que hizo un chasquido fuerte, potente y aterrador. Empecé a llorar, pero en ningún momento pensé en decirle que no lo hiciera.
Siguió restallando el látigo y a cada chasquido me aterrorizaba más. Cuándo vi que se ponía a algo más de dos metros delante, y tuve la certeza de que me iba a azotar con él, aparté la vista y contraje el cuerpo para recibir el golpe. Oí zumbar el látigo varias veces cerca de mi mientras papá ajustaba la distancia y finalmente sentí un golpe que me quemaba la piel y me produjo un dolor insoportable. Grité, y mientras lo hacia, seguí recibiendo impactos. Me mire la tripa pensando que vería chorrear la sangre pero no había ni una gota: solo el nítido verdugón del impacto. Aunque no podía mover la cintura, si tenía los hombros más libres, pero al hacerlo, los pesos de los pezones se balanceaban descontrolados. Termine mirando a papá y mientras recibía el castigo admiré la maestría que demostraba. Gritaba, chillaba, lloraba, y berreaba mientras papá seguía impasible, pero en ningún momento le pedí que parara. Grité tanto que terminé un poco ronca durante varios días.
Y entonces, otra vez empecé a sentir cómo la vibración aumentaba en el interior de mi vagina y reparé que papá tenía el mando en la mano izquierda. Otra vez sentí cómo me encaminaba irremediablemente al orgasmo. Mientras me corría, dejó de azotarme y se acercó pasándome la mano por mis abdominales. Entonces me percate de que los tenía tan encogidos que los tenía perfectamente definidos, y a papá le gustaba. Cuándo me fui tranquilizando, se retiró de nuevo y comenzó con el látigo y el mando iniciando de nuevo el proceso. Y así, tres veces más. Cuándo consideró que era suficiente, de acercó otra vez y me morreo con mucha pasión. Sentir su boca en la mía con esa pasión casi hace que me corra otra vez. Estaba agotada. La piel del torso me solía cómo nunca pensé que pudiera dolerme. La verdad es que del torso y de la espalda y del trasero: de todas partes.
Cuándo creía que todo había pasado, todavía quedaba el final. Me quitó una pinza del pezón y cuándo la sangre empezó a fluir, sentí un dolor localizado tremendo. Mientras papá lo apretaba con los dedos, volvió a pasarme la mano por el chocho, y sin dejar de sobarlo, pasó al otro pezón con el mismo doloroso resultado, y a los pocos segundos pasó lo inevitable: me corrí en la mano de papá mientras su boca pasaba a la mía para aprovechar mis gemidos.


Primero me soltó los pies, pero me dejó las tobilleras de cuero. Paso un brazo por mi cintura para sujetarme y me soltó las manos dejándome las muñequeras. Me ayudó a andar y me llevó a la cama que había en el lateral. Reparé que todavía tenía la bola con la antena en el interior de mi vagina, y pensé que se le había olvidado a papá, pero lo deseché rápidamente cuándo vi que llevaba el mando en la mano. Entonces comprendí que no habíamos terminado.
Me puso de rodillas sobre la cama con las piernas bien separadas y los tobillos juntos uniendo las tobilleras con un mosquetón. Me inclinó hacia delante y me pasó las manos por entre las piernas. Quedé con los hombros y la cara sobre la cama mientras unía las muñequeras a las tobilleras. Sentí nítidamente cómo me echaba algo viscoso en el ano y comprendí que me estaba lubricando. Introdujo un par de dedos y estuvo un ratito metiéndolos y sacándolos mientras veía cómo se echaba un buen chorro en la polla que estaba tremendamente erecta con las venas a punto de reventar. Daba miedo, si no fuera porque la conocía perfectamente. Entonces noté cómo la bola de mi vagina se activaba otra vez, pero en esta ocasión no fue gradual, directamente empezó al máximo, y eso me obligo a chillar. Fue cómo un trallazo al principio doloroso y luego fantástico. Se colocó detrás, flexionó las piernas para poner mi ano a tiro, y sin más me embistió metiéndola toda de golpe. No sé si chillé, grité o gruñí, pero lo que si es seguro es que a los pocos segundos me había corrido. Papá me sujetaba firme por las caderas y siguió imperturbable metiéndola hasta el fondo mientras seguía gozando enloquecida. Entonces empezó a azotarme fuerte las nalgas con ambas manos hasta que se corrió. Yo no había llegado al segundo, pero me faltaba poco. Metió la mano entre mis piernas y alcanzó mi clítoris agitándolo vigorosamente hasta que llegué nuevamente al orgasmo.


Papá siguió un rato con la polla en mi interior, mientras me acariciaba la espalda. Sus manos se deslizaban sin dificultad por el sudor que me cubría. Salio de mí y me empujó con suavidad hacia un lado tumbándome. Me soltó las manos y los tobillos, pero continué en esa posición exhausta. No quería moverme, quería seguir así cómo estaba y dormir. Tiró de la antena de la bola y no sin dificultad lo extrajo. Se sentó a mi lado y siguió pasando su mano por mi cuerpo. Me dolía, me escocia por el sudor, pero era tan feliz que incluso tenía ganas de llorar.
Me ayudo a levantarme, pero casi no podía andar: sentía que las piernas no me sujetaban. Paso un brazo por detrás y sujetándome por los codos me subió casi en volandas por la escalera mientras sentía cómo su semen salía de mi ano tremendamente dilatado. Llegamos primero a la cocina y de ahí al dormitorio. Me sentó en el sillón y mientras se llenaba la bañera, papá bajó a la cocina y regresó con un par de botellas isotónicas. Me dio una y no me la bebí de golpe porque no me dejó. Cuándo la acabé, me llevó a la bañera, nos metimos dentro con la espalda contra su pecho, y mientras me pasaba la esponja seguí bebiendo de la otra botella.
Estuvimos mucho tiempo en ese espacio perfecto, hasta que el agua se fue enfriando y empezó a no serlo. Entonces, me ayudo a salir y me seco el cuerpo con una toalla. Me senté otra vez en el sillón y papá bajo a la cocina a por la cena. Regresó con fruta y dos copas de vino. Me comí un par de plátanos y algo más que no recuerdo, y un par de comprimidos que me dio. No me terminé el vino: me quedé dormida en el sillón. No me enteré de cómo papá me cogió en brazos y me depositó suavemente sobre la cama, solo sé que cuándo me desperté al día siguiente, estaba sola.